jueves, 11 de octubre de 2012

Fernando Aguado o la perpetuidad del arte

Escrito por N.H.D. Manuel Sotelino
He tenido que dejar pasar algunos días para enfrentarme al papel. Quería plasmar lo mejor posible el disfruté que me produjo hace unos días un viaje a Sevilla, junto con un grupo de amigos cofrades, al taller de Fernando Aguado.

No quiero hacer un repaso a su carrera meteórica de Fernando Aguado como escultor e imaginero, como pintor, como diseñador, como restaurador, como músico o como cualquier otra faceta que toque. Para eso está su blog, muy recomendable, y para eso su obra que habla por sí sola. Que la juzgue el lector.
Quiero retratar no el resultado, sino el vehículo. El formato de carne y hueso que propicia que una imagen recobre vida y abulte en el sentimiento de muchos cofrades o no cofrades. Ya hacía tiempo que se lo había dicho a mi amigo Paco Holgado que me llevara al taller de Fernando, porque sentía y quería tener el contacto personal con el hombre capaz de crear de una pella de barro la imagen que germina la huella, como un rosal enclavado en medio de una escombrera. Cuando vi por primera vez al Señor de la Salud de San Rafael el corazón me envió un mensaje de emoción al cerebro. Había despertado en mi interior algo inexplicable. A eso, creo, que se le llama fortaleza callada. Otros denominan este efecto originado por la razón emocional como lucidez o talento. Podrían valer también estos adjetivos. Tenía que conocer al vehículo que la Providencia escogió para transformar el barro en vida independiente, madera en tabla de Salvación.

Fernando es, ante todo, un tipo normal. Le gusta la percusión, con lo que muestra un sentido interior de la disciplina, aunque su manera de trabajar sea un tanto anárquica. Al menos eso se deja entrever en la logística de su taller, donde pululan los bustos de barro fresco por los rincones y sin rigor alguno. Está envuelto en una cáscara sin arbitrio; pero en el interior está siempre marcando el metrónomo de la perfección, de la entrega y de la terminación del compás musical dentro de un orden rítmico. Justo donde acaba el pentagrama de la belleza apremiada.
Si entras en su taller, inmediatamente te enfrentas a todo un escaparate de fervores que salpican los ojos de los se enfrentan a sus obras. Sus obras disfrutan de una gran capacidad de autonomía. Toman vida independiente y cuando salen del taller se hacen con el patrimonio devocional del lugar dónde estén destinadas. Sin pedir a nadie permiso. Son un ente propio; dotadas de tanta perfección y de tanta fuerza que serían capaces, por sí solas, de arrastrar con un figurado caudal de fervor de un Amazonas apuntando al Cielo. A Federico Mayo, por poner un ejemplo, ha llegado el Señor de la Salud y la nómina de aspirantes a entrar en la agrupación no para de subir. Es la magia de su gubia maestra. Y es que, por cada gubiazo sobre la madera de cedro, se reproduce una devoción más… dejando un surco de virutas por el suelo que conforma una grey apasionada por el mensaje de Cristo.

Inquieto por naturaleza, la vida de este artista sevillano llegó pronto a ser tocado por el halo del arte. Yo sé que Fernando es un gran aficionado al toreo. Y que por esta razón le gustará que parafrasee a Rafael de Paula cuando dijo aquello de que Dios dejaba caer unas bolitas desde el cielo y que éstas, caprichosamente, van a parar a unos cuantos que tienen ese talento innato para construir algo que se nos antoja inalcanzable al resto de los mortales.

Y como el toreo bueno, su arte es efímero en la ejecución para perpetuarse en el tiempo y en el espacio. Lo digo y lo escribo porque una mirada del Señor de la Salud no se acaba nunca y abarca todo un universo de secretas oraciones.

Comenté con él la premisa de aquellos artistas que se perpetúan en el tiempo. Su cuerpo podrá verse algún día lejano acabado para siempre, pero su obra quedará incrustada en la existencia sin camino de retorno. Y también comenté en voz alta que sus obras están destinadas a ser un brocal de fe, de sentimientos que se disparan para siempre y que se entrelazarán de generación a generación, de devociones secretas que sólo la madera policromada entenderá, de encuentro con Dios… Su trabajo se transformará en amores sin fecha de caducidad y el gesto de sus imágenes sacras se multiplicará en misterios insondables. No dijo absolutamente nada. Prefiere estar pensando en aquel proyecto que tiene entre manos y que está en fase de metamorfosearse –perdón por el palabro- en algo grande y para siempre. A los imagineros les pasa igual que a los escritores. Una vez que entregas tu imagen al devoto, o el libro al editor, pasa a ser de otro. Se disuelve entre tus manos para tomar un camino inesperado. Ya no tienes control sobre él. Te abandona para siempre aunque tú seas el creador.

Fernando Aguado o el artista total. Yo sé que él no comulga con estas palabras tan gruesas de tipografía. Posiblemente la educación que ha recibido le ha enseñado a ser humilde, pues así se muestra en el trato cercano, en el uno contra uno. Humilde grandeza.

Con una juventud casi insultante, a este artista le queda mucho por delante. Muchas obras que irán saliendo de su taller para rellenar tantos huecos vacíos en el laberinto del ser humano. Así que no todo está escrito sobre él. Ni mucho menos. Es más bien un primer capítulo que tendrá un posterior nudo y un desenlace.
Sólo me queda decir que para mí fue una experiencia positiva conocer a Fernando Aguado. Creo que no va a ser la última vez que vaya a tu taller, Fernando. Tendremos que acudir en alguna otra ocasión para ver vídeos de Morante o Manzanares. Para gritar esos “olés” mientras el de la Puebla del Rio abre el compás y se enrosca con el toro en una media verónica para el recuerdo. Efímero como el toreo es tu arte cuando lo plasmas. Imperecedera es tu obra que se dilatará en el tiempo para siempre. Como un lance que se convierte en un cartel de toros. Por siempre jamás.